Patricia quería crecer: tan sólo tenía 8 años, pero hablaba y se comportaba como si tuviera 14. Fue siempre una niña muy madura. A menudo se preguntaba cómo los adultos eran capaces de tener tantas ideas para estar hablando durante horas.
Por ello, podías encontrarla en muchas ocasiones con la boca abierta atendiendo a las conversaciones que sus padres mantenían con amigos o familiares. Patricia quería ser mayor, tener responsabilidades y tener un trabajo. Recuerdo una ocasión en la que estábamos juntas tomando la merienda, y al preguntarle en qué pensaba, me describió cómo había ideado su puesto de trabajo para cuando fuera mayor: no sabía en qué consistía, si iba a ser ingeniero, periodista o financiera, pero se imaginaba en una mesa de despacho delimitada por tres paneles de madera, quedando así recogido su espacio de trabajo. Cuando se visualizaba sentada en su mesa de despacho, se sentía feliz, y transmitía su felicidad y entusiasmo a todos los que la rodeaban, a pesar de que ninguno de ellos conocía el origen de esa felicidad. La gente que rodeaba a Patricia sabía que era una niña feliz, con muchos pájaros en la cabeza y con una vitalidad incombustible. La verdad es que Patricia vivía una doble realidad: una tangible y “real”, la otra imaginaria, sólo existente en su pequeña cabecita. Pasó el tiempo y Patricia fue creciendo. Con 18 años, no entendía que los jóvenes de su edad quisieran sentarse en la calle a “hacer botellón”. Ella veía más divertido e interesante poder sentarse en un pub a charlar con los amigos, o bien ir a alguna sala con música en vivo y disfrutar de ella hasta altas horas de la madrugada. Esta forma de pensar le creó problemas, pues sus amigos la veían como un bicho raro.
A ella no le importaba en absoluto, e intentaba convencerlos con incontables argumentos, que lamentablemente caían en saco roto. Fue al cumplir su mayoría de edad cuando consiguió materializar una pequeña parte de su vida imaginaria: nada más terminar el examen de Selectividad, comenzó a trabajar en una pequeña asesoría fiscal. Tenía una pequeña mesita con un ordenador antiguo, con el que tenía que ir introduciendo datos en las declaraciones de impuestos que había que tramitar. No era la mesa de despacho que había imaginado, pero al menos, había conseguido el trabajo, y eso le hacía sentirse realizada. Al tiempo que comenzó a trabajar, comenzó el primer curso de Psicología en la Universidad de Valencia: vivía bajo presión, sin apenas tiempo libre para salir con los amigos. De lunes a viernes trabajaba desde las ocho de la mañana hasta el mediodía, momento en el que, con un sándwich bajo el brazo, se marchaba a la Universidad para comenzar sus clases en el turno de tarde. No hubo muchas ocasiones de invertir el día en el “cafenet” de la Facultad de Psicología, haciendo “pellas”, porque el faltar a clases suponía buscar apuntes para ponerse al día, y no podía permitirse el lujo de perder el tiempo. Patricia consiguió un buen trabajo con una mesa mucho mejor de la que había imaginado, vivió una vida intensa aunque algo estresada. Mirando desde la distancia, siempre pensé que Patricia vivía deprisa, y no disfrutaba de las diferentes etapas que iba pasando, puesto que siempre tenía la cabeza en las etapas venideras. Pero la realidad es que ella vivió su vida como quiso, y esto le dio la felicidad que deseaba. Éstos son los recuerdos que tengo de Patricia.
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