
El olor a incienso y café impregnaba la estancia. Carola sabía que iba a ser un día difícil, y, sin embargo, esta idea no la asustaba, pero sí la apenaba en exceso. Tenía muy claras las razones que la habían llevado hasta allí. Estas mismas razones eran las que le ayudaban a levantarse cada mañana. Sí, ella necesitaba “resetear”. A pesar de haber puesto en ese proyecto toda su alma, cada día volvía a casa con el corazón hecho pedazos y con un gran sentimiento de impotencia que solo hacía que minar sus fuerzas.
Cuando era pequeña, tenía la ilusión de convertirse en una científica de éxito que encontrara la cura del cáncer. Sin embargo, cuando creció se dio cuenta que las ciencias no eran lo suyo. ¡Qué tontería! – pensaba ahora – sólo hubiera necesitado esforzarme un poco más y no tirar la toalla tan pronto. La cuestión es que Carola buscó otras opciones sin mucho éxito. Sólo tenía claro que su sueño debía perseguir un propósito: ayudar a los demás. Con esa idea en mente y la escasa nota media que le quedó para acceder a la universidad, tuvo que conformarse con estudiar Derecho. Bueno – pensó algo dubitativa – quizás también puedo ayudar a otros siendo abogado, notario o juez.
Los años pasaron y Carola supo encontrar su sitio como abogada en un buffet, pero algo en su interior le decía que éste no era su destino final, su propósito en la vida. Sin embargo, por un tiempo, se acomodó a este trabajo que le permitía pagarse un pisito en el centro de Cádiz y la holgura económica suficiente para no tener que mendigar a sus padres cada final de mes.
Podría haber sido en el despacho de abogados que trabajaba donde conociera a Bono, pero fue realmente en el mar donde sus miradas se cruzaron por primera vez. Carola acostumbraba a volver a casa paseando cada tarde desde el despacho. Era su manera de desconectar del mundo y relajarse. Pero aquel jueves de mediados de junio se le hizo tarde, y cuando se dispuso a volver a casa, ya había oscurecido. Barajó un instante la opción de coger un taxi, pero necesitaba despejarse después de haber estado todo el día preparando un juicio por la custodia de una menor: aquella frialdad con la que debía tratar ese tipo de temas le ponía los nervios a flor de piel. Así que, decidida a disfrutar de aquel trayecto de vuelta a casa, enfiló el paseo empedrado que acompañaba la playa de Cádiz.
«Bono la cautivó con su mirada: esos ojos grandes, oscuros y muy despiertos que deleitaban a cualquiera que lo mirara, con esas pestañas interminables»
Tenía los ojos cansados de tanto ordenador, por lo que tuvo que parpadear muchas veces para asegurarse que estaba viendo algo moverse en la playa. En aquel momento, Carola apuntó mentalmente enviar una reclamación al ayuntamiento de Cádiz solicitando que arreglaran las farolas del paseo: desmerecía mucho un paseo como éste tan mal iluminado de noche. Se disponía a reanudar su marcha cuando volvió a percibir otro movimiento más cerca de la orilla. Volvió a fijar su vista, pero no era capaz de ver nada. Tratando de quitarle importancia, pensó que sería una gaviota intentando pescar su cena, así que reinició su paseo. Cuando tan sólo había recorrido media docena de pasos, Carola escuchó un grito que le heló la sangre. Volvió sobre sus pasos y comenzó a correr hacia la orilla. Seguía sin ver con nitidez, pero tenía claro que había oído el quejido de un niño. Agudizando todos sus sentidos, y especialmente tratando de acomodar sus ojos a una mayor oscuridad conforme se acercaba, vio a unos escasos 100 metros de la orilla lo que parecía un niño levantando sus brazos y pidiendo auxilio. Carola no dudó un instante: lanzó su portátil y su bolso a la arena y corrió mar adentro para alcanzar a ese niño.
Lo primero que sintió Carola al alcanzar a Bono fue mucho frío: ese niño tenía la piel extremadamente arrugada y amoratada, a consecuencia de las horas que llevaba en mar abierto. Él agarró fuerte a Carola y ya no la soltó hasta que llegó la ambulancia, y los profesionales sanitarios lo arrancaron de sus brazos para poder atenderlo. Lo trasladaron al hospital: ella no se lo pensó ni un minuto y se fue tras él. Bono la cautivó con su mirada: esos ojos grandes, oscuros y muy despiertos que deleitaban a cualquiera que lo mirara, con esas pestañas interminables.
Bono supuso un antes y un después en la vida de Carola. Él la sacó de su letargo profesional y le hizo dejarlo todo para unirse a la ONG Rescate para ayudar a rescatar migrantes en el mar.
Fueron dos años intensos en los que Carola vivió situaciones duras, situaciones límite de esas que te desgarran el alma. Participó en muchos rescates con éxito, pero también sintió que fallaba muchas veces, cuando no llegaba a rescatarlos con vida.
El olor a incienso y café impregnaba la estancia. Un grupo numeroso de gente rodeaba a Carola. Algunos lloraban desconsoladamente, mientras otros comentaban con tristeza si esto podía haberse evitado. El día anterior, se habían avistado un par de pateras a unos 20 kilómetros de la playa de Cádiz. Eran las 20.00 horas y Carola ya había acabado su jornada, pero cuando trabajas ayudando a otros, el horario viene impuesto por cuándo surgen las necesidades. Ella no lo dudó y se unió al resto del equipo de rescate: el mar estaba muy movido, aun así, consiguieron rescatar a cerca de 80 personas.
Sin embargo, todo se torció en un segundo. Pudo ser el cansancio o quizás un despiste lo que hizo a Carola dar un fatídico traspiés que la llevó a caer al mar, golpeando su cabeza contra el casco de uno de los cayucos. Todo fue rápido: su cuerpo quedó sin vida al momento flotando en mar abierto hasta que fue interceptado por uno de sus compañeros. Su alma marchó veloz de aquel húmedo lugar con mucha tristeza por no haber podido terminar el rescate, pero, al tiempo, feliz de haber podido cumplir su sueño.
Hay personas que pasan por la vida sin dejar huella. Hay otras personas, como Carola, que no sólo dejan huella, sino que sirven de inspiración a otras muchas que, dudosas de su futuro, deciden tomar la extraordinaria decisión de perseguir sus sueños.
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